El invierno, mal huésped, se ha asentado en mi casa; azuladas
se han puesto mis manos del apretón de manos de su amistad.
Yo honro a este mal huésped, pero me gusta
dejarlo solo. Me gusta alejarme de él; ¡y si uno corre bien,
consigue escaparse de él!
Con pies calientes y pensamientos calientes corro
yo hacia donde el viento está tranquilo, - hacia el rincón soleado
de mi monte de los olivos.
Allí me río de mi severo huésped, y hasta le
estoy agradecido porque me expulsa de casa las moscas y hace
callar muchos pequeños ruidos.
Él no soporta, en efecto, que se ponga a cantar un solo mosquito, y
mucho menos dos; incluso a la calleja la deja tan solitaria que la
luna tiene miedo de penetrar en ella por la noche.
Es un huésped duro, - pero yo lo honro, y no rezo, como los
delicados, al panzudo ídolo del fuego.
¡Es preferible dar un poco diente con diente que
adorar ídolos! - así lo quiere mi modo de ser. Y soy especialmente
hostil a todos los ardorosos, humeantes y enmohecidos ídolos del
fuego.
A quien yo amo, lo amo mejor en el invierno que en el verano; y
ahora me burlo de mis enemigos, y lo hago más cordialmente
desde que el invierno se ha asentado en mi casa.
Cordialmente en verdad, incluso cuando me
arrastro a la cama -: allí continúa
riendo y gallardeando mi encogida felicidad; incluso mis sueños
embusteros se ríen.
¿Yo uno - que se arrastra? Jamás me he arrastrado en mi vida ante
los poderosos; y si alguna vez mentí, mentí por amor. Por ello
estoy contento incluso en la cama de invierno.
Una cama sencilla me calienta más que una cama rica, pues estoy
celoso de mi pobreza. Y en invierno es cuando ella más fiel me es.
Con una maldad comienzo cada día, con un baño frío me burlo del
invierno: eso hace gruñir a mi severo amigo de casa. También me
gusta hacerle cosquillas con una velita de cera: para que permita por
fin que el cielo salga de un crepúsculo ceniciento.
Especialmente maligno soy, ciertamente, por la mañana: a una hora
temprana, cuando el cubo rechina en el pozo y los caballos relinchan
por las grises callejas: -
aguardo impaciente a que acabe de levantarse el cielo luminoso,
el cielo invernal de barbas de nieve, el anciano de blanca
cabeza, -
- ¡el cielo invernal, callado, que a menudo guarda en secreto
incluso su sol!
¿Acaso de él he aprendido yo el prolongado y luminoso callar?
¿O lo ha aprendido él de mí? ¿O acaso cada uno de nosotros
lo ha inventado por sí solo?
El origen de todas las cosas buenas es de mil
formas diferentes, - todas las cosas buenas y petulantes saltan
de placer a la existencia: ¡cómo iban a hacerlo tan sólo - una
sola vez!
Una cosa buena y petulante es también el largo
silencio y el mirar, lo mismo que el cielo invernal, desde un rostro
luminoso de ojos redondos: -
- como él, guardar en secreto el propio sol y la
propia indómita voluntad solar: ¡en verdad, ese arte y esa
invernal petulancia los he aprendido bien!
Mi maldad y mi arte más queridos están en que mi
silencio haya aprendido a no delatarse por
el callar.
Haciendo ruido con palabras y con dados consigo yo
engañar a mis solemnes guardianes: a todos esos severos espías
deben escabullírseles mi voluntad y mi finalidad.
Para que nadie hunda su mirada en mi fondo y en mi voluntad
última, - para ello me he inventado el prolongado y luminoso
callar.
Así he encontrado a más de una persona
inteligente: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua
para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de
ésta.
Pero cabalmente a él acudían hombres
desconfiados y cascanueces aún más inteligentes: ¡cabalmente
a él le pescaban su pez más escondido!
Pero los luminosos, los bravos, los transparentes
- ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan:
su fondo es tan profundo que
ni siquiera el agua más clara - lo traiciona. -
¡Tú silencioso cielo invernal de barbas de
nieve, tú cabeza blanca de redondos ojos por encima de mí! ¡Oh tú
símbolo celeste de mi alma y de su petulancia!
¿Y no tengo
que esconderme, como alguien que ha
tragado oro, - para que no me abran con un cuchillo el alma?
¿No tengo que llevar
zancos, para que no vean mis
largas piernas, - todos esos envidiosos y apenados que me rodean?
Esas almas sahumadas, caldeadas, consumidas,
verdinosas, amargadas - ¡cómo podría
su envidia
soportar mi felicidad!
Por ello les enseño tan sólo el hielo y el
invierno sobre mis cumbres - ¡y no que
mi montaña se ciñe también en torno a sí todos los cinturones del
sol!
Ellos oyen silbar tan sólo mis tempestades
invernales: y
no que yo navego también por mares
cálidos, como lo hacen los anhelosos, graves, ardientes vientos del
sur.
Ellos continúan sintiendo lástima de mis reveses
y de mis azares: - pero mi palabra
dice: «¡Dejad venir a mí el azar: es inocente, como un niño
pequeño!».
¡Cómo podrían
ellos soportar mi felicidad si yo no
colocara en torno a ella reveses, y miserias invernales, y
gorras de oso blanco, y velos de cielo nevoso!
- ¡si yo no tuviera lástima aun de su compasión:
de la compasión de esos
envidiosos y apenados!
- ¡si yo mismo no suspirase y temblase de frío
ante ellos, y no me dejase envolver
pacientemente en su misericordia! Ésta es la sabia petulancia y la
sabia benevolencia de mi alma, el no
ocultar su invierno ni sus tempestades
de frío; tampoco oculta sus sabañones.
¡Que me oigan crujir
y sollozar, a causa del frío del invierno, todos esos pobres y
bizcos bribones que me rodean! Con tales suspiros y crujidos huyo
incluso de sus cuartos caldeados.
Que me compadezcan y sollocen conmigo a causa de
mis sabañones: «¡En el hielo del
conocimiento él nos helará incluso
a nosotros!» - así se lamentan.
Entretanto yo corro con pies calientes de un lado para otro en mi
monte de los olivos: en el rincón soleado de mi monte de los olivos
yo canto y me burlo de toda compasión. -
Así cantó Zaratustra.
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