sábado, 4 de febrero de 2012

En el monte de los olivos - Así habló Zaratustra


 El invierno, mal huésped, se ha asentado en mi casa; azu­ladas se han puesto mis manos del apretón de manos de su amistad.
Yo honro a este mal huésped, pero me gusta dejarlo solo. Me gusta alejarme de él; ¡y si uno corre bien, consigue esca­parse de él!
Con pies calientes y pensamientos calientes corro yo hacia donde el viento está tranquilo, - hacia el rincón soleado de mi monte de los olivos.
Allí me río de mi severo huésped, y hasta le estoy agradeci­do porque me expulsa de casa las moscas y hace callar muchos pequeños ruidos.
Él no soporta, en efecto, que se ponga a cantar un solo mosquito, y mucho menos dos; incluso a la calleja la deja tan solitaria que la luna tiene miedo de penetrar en ella por la no­che.
Es un huésped duro, - pero yo lo honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego.
¡Es preferible dar un poco diente con diente que adorar ídolos! - así lo quiere mi modo de ser. Y soy especialmente hostil a todos los ardorosos, humeantes y enmohecidos ídolos del fuego.
A quien yo amo, lo amo mejor en el invierno que en el ve­rano; y ahora me burlo de mis enemigos, y lo hago más cor­dialmente desde que el invierno se ha asentado en mi casa.
Cordialmente en verdad, incluso cuando me arrastro a la cama -: allí continúa riendo y gallardeando mi encogida feli­cidad; incluso mis sueños embusteros se ríen.
¿Yo uno - que se arrastra? Jamás me he arrastrado en mi vida ante los poderosos; y si alguna vez mentí, mentí por amor. Por ello estoy contento incluso en la cama de invierno.
Una cama sencilla me calienta más que una cama rica, pues estoy celoso de mi pobreza. Y en invierno es cuando ella más fiel me es.
Con una maldad comienzo cada día, con un baño frío me burlo del invierno: eso hace gruñir a mi severo amigo de casa. También me gusta hacerle cosquillas con una velita de cera: para que permita por fin que el cielo salga de un crepúsculo ceniciento.
Especialmente maligno soy, ciertamente, por la mañana: a una hora temprana, cuando el cubo rechina en el pozo y los caballos relinchan por las grises callejas: -
aguardo impaciente a que acabe de levantarse el cielo lumi­noso, el cielo invernal de barbas de nieve, el anciano de blan­ca cabeza, -
- ¡el cielo invernal, callado, que a menudo guarda en secre­to incluso su sol!
¿Acaso de él he aprendido yo el prolongado y luminoso ca­llar? ¿O lo ha aprendido él de mí? ¿O acaso cada uno de noso­tros lo ha inventado por sí solo?
El origen de todas las cosas buenas es de mil formas dife­rentes, - todas las cosas buenas y petulantes saltan de placer a la existencia: ¡cómo iban a hacerlo tan sólo - una sola vez!
Una cosa buena y petulante es también el largo silencio y el mirar, lo mismo que el cielo invernal, desde un rostro lumino­so de ojos redondos: -
- como él, guardar en secreto el propio sol y la propia indó­mita voluntad solar: ¡en verdad, ese arte y esa invernal petu­lancia los he aprendido bien!
Mi maldad y mi arte más queridos están en que mi silencio haya aprendido a no delatarse por el callar.
Haciendo ruido con palabras y con dados consigo yo enga­ñar a mis solemnes guardianes: a todos esos severos espías deben escabullírseles mi voluntad y mi finalidad.
Para que nadie hunda su mirada en mi fondo y en mi volun­tad última, - para ello me he inventado el prolongado y lumi­noso callar.
Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cu­bría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta.
Pero cabalmente a él acudían hombres desconfiados y cas­canueces aún más inteligentes: ¡cabalmente a él le pescaban su pez más escondido!
Pero los luminosos, los bravos, los transparentes - ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara - lo traiciona. -
¡Tú silencioso cielo invernal de barbas de nieve, tú cabeza blanca de redondos ojos por encima de mí! ¡Oh tú símbolo ce­leste de mi alma y de su petulancia!
¿Y no tengo que esconderme, como alguien que ha tragado oro, - para que no me abran con un cuchillo el alma?
¿No tengo que llevar zancos, para que no vean mis largas piernas, - todos esos envidiosos y apenados que me rodean?
Esas almas sahumadas, caldeadas, consumidas, verdinosas, amargadas - ¡cómo podría su envidia soportar mi felicidad!
Por ello les enseño tan sólo el hielo y el invierno sobre mis cumbres - ¡y no que mi montaña se ciñe también en torno a sí todos los cinturones del sol!
Ellos oyen silbar tan sólo mis tempestades invernales: y no que yo navego también por mares cálidos, como lo hacen los anhelosos, graves, ardientes vientos del sur.
Ellos continúan sintiendo lástima de mis reveses y de mis azares: - pero mi palabra dice: «¡Dejad venir a mí el azar: es inocente, como un niño pequeño!».
¡Cómo podrían ellos soportar mi felicidad si yo no coloca­ra en torno a ella reveses, y miserias invernales, y gorras de oso blanco, y velos de cielo nevoso!
- ¡si yo no tuviera lástima aun de su compasión: de la com­pasión de esos envidiosos y apenados!
- ¡si yo mismo no suspirase y temblase de frío ante ellos, y no me dejase envolver pacientemente en su misericordia! Ésta es la sabia petulancia y la sabia benevolencia de mi alma, el no ocultar su invierno ni sus tempestades de frío; tampoco oculta sus sabañones.
La soledad de uno es la huida propia del enfermo; la sole­dad de otro, la huida de los enfermos.
¡Que me oigan crujir y sollozar, a causa del frío del invier­no, todos esos pobres y bizcos bribones que me rodean! Con tales suspiros y crujidos huyo incluso de sus cuartos caldea­dos.
Que me compadezcan y sollocen conmigo a causa de mis sabañones: «¡En el hielo del conocimiento él nos helará inclu­so a nosotros!» - así se lamentan.
Entretanto yo corro con pies calientes de un lado para otro en mi monte de los olivos: en el rincón soleado de mi monte de los olivos yo canto y me burlo de toda compasión. -

Así cantó Zaratustra.

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