viernes, 23 de marzo de 2018

La melancolía por sí mismo

El lunes cinco de diciembre de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart murió a los treinta y cinco años de edad y, al día siguiente, fue sepultado en una fosa común. Cualquiera que haya sido la grave enfermedad que causó su muerte prematura, poco tiempo antes Mozart se encontraba en un estado cercano a la desesperación. Se sentía un hombre golpeado por la vida. Las deudas aumentaban. La familia siempre cambiaba de domicilio. El éxito en Viena —una de las cosas que más le importaban— se alejaba cada día más. La elegante sociedad vienesa se apartó de él. El vertiginoso desenlace de su enfermedad fue el resultado de una certeza. Mozart murió con la sensación de haber fracasado socialmente, vale decir: la pérdida total de la fe en lo que deseaba desde lo más profundo de su corazón. Las dos fuentes de su voluntad —lo que lo impulsaba a seguir viviendo, lo que le daba la conciencia de su propio valor— se habían secado: el amor de una mujer a quien podía confiarse, y el amor del público vienés por su música. Ambos los disfrutó durante una época. Ambos ocuparon el primer lugar en la jerarquía de sus deseos. En los últimos años de su vida, Mozart sintió que los perdía. Esta es su —y nuestra— tragedia.

Elías, Norbert (1978). Mozart, sociología de un genio, Nexos



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